viernes, 6 de julio de 2007

Patience

La última carta que he abierto del funámbulo contenía solo estos versos. Era una hoja de papel doblada en varios pliegues, más de los necesarios para meterla en el sobre. Era la primera carta que leía de él que estaba escrita a mano, la letra era pequeña, con el trazo redondeado, parecía que estaba escrita con prisas, sin reparar en su legibilidad.

Patience

And I’m running out of patience to be fucking with this now
You better believe me when I say this now
But I’m packing out my nightmares and I’ll be on my way
You better find me sometimes when you have more to say

And I’m running out of patience to be fucking with you now
You better believe me when I say this now
And I’m packing out my nightmares and I’ll be on my way
You better find me sometimes when you have more to say

jueves, 5 de julio de 2007

Mientras llega la correspondencia

A veces, uno se va dejando arrastrar por la vida hasta que una serie de cosas no suceden como esperabas y terminas dándote cuenta que en realidad estás perdido. No me refiero a hechos catastróficos. Pueden ser cosas leves como que un viaje que querías realizar se suspende, o un proyecto en que te habías ilusionado no se concreta. En realidad, todo el tiempo pasan cosas buenas y cosas malas a la gente, pero hay momentos en que todo se alinea a la vez, y uno se ve inmerso en una racha de mala suerte. Una salida es tomarlo todo con sentido del humor, y mantener cierta distancia irónica que te permite sobrellevar todo. La literatura está llena de personajes así, aunque en estos momentos solo se me ocurre pensar en Ignatius Really de La Conjura de los Necios. Pero llenarse de ironía creo que está reservado para algunos iluminados o para los personajes de ficción y lo que realmente pasa es que uno se da cuenta que está profundamente sumergido en la miseria.
Yo estaba en uno de esos momentos fatídicos cuando empezaron a llegar unas cartas a mi casa que no tenían nombre de destinatario. Recién me había mudado, así que supuse que estaban dirigidas al anterior dueño del piso, por lo que opté por guardarlas en un cajón de la cocina. Y mientras se acumulaban esas cartas, yo andaba sumergido en una depresión que intuía la llevaba adentro desde hace algunos años. No es que mi vida haya sido miserable en los últimos años, tenía un trabajo que me daba cierto alivio económico, podía realizar algún viaje de vez en cuando, tenía amigos con los que salir y emborracharme. Pero leyendo entre líneas los años anteriores, veía que mis momentos de mayor felicidad estaban relacionados con el azar. Sin tener control sobre eso, surgía una canción que me conmovía, o aparecía un buen libro que me atrapaba, o alguna película que me descolocaba. Si era una canción, la escuchaba una y otra vez hasta agotarla. Podía pasarme días escuchando únicamente esa canción. En el caso de los libros, si daba con uno que me conmovía, buscaba todos los libros de ese autor y los leía en un cierto estado de delirio, cosa que al final, no recordaba los títulos o las historias, y mezclaba personas y tiempos. En el caso de las películas, mi actitud era igual a la de la música, conseguía la peli y me ponía a verla una y otra vez hasta quedarme dormido y despertarme otra vez y continuar viéndola.
Cuando me atrevía a recomendar una película o libro o canción, me quedaba pavorosamente inmóvil. Me sumergía en un estado que bordeaba entre el miedo y la ansiedad. Si no notaba un excesivo entusiasmo en la persona con la que le había compartido el libro, la película o la canción en cuestión, o veía que no ocasionaba el mismo fervor que ocasionaba en mí, me enojaba con ella, la creía incapaz de darse cuenta de lo que tenía entre manos, asumía cierto aire de menosprecio, y a la vez, me sumía en la más profunda desolación. Aún reacciono así.
Un cierto grado de madurez indica que en momentos en que muchas cosas van mal, no hay que tomarlo todo tremebundamente, hay que discernir y empezar a resolver las cosas poco a poco. Pero a estas alturas de mi vida, ¿he llegado a algún grado de madurez? Creo que el único signo de madurez es haber asimilado que tengo la mayor parte de las veces un comportamiento que raya en lo infantil. Créanme, no es poco asumir tu infantilismo.
Cuando tenía 25 años pensaba que a los 30 iba a poder ganarme la vida escribiendo sobre películas, sin estar sujeto a un horario de oficina. Ahora tengo 35 años y estoy lejos de poder hacerlo. El problema no solamente tiene que ver con mi vocación, con encontrar por fin algún trabajo que me guste realmente. Tiene que ver también con resignarme a asumir que mi talento (si es que tengo alguno), va a pasar desapercibido por el mundo, y estoy condenado a trabajar en cosas de cierta comodidad económica, pero nulo interés intelectual. Estoy seguro que las cosas que puedo saber o que me pueden gustar son inútiles para la vida real. Los libros, el cine, la música, funciona genialmente como vía de escape (típico comportamiento infantil), pero no para afrontar la cotidianidad.
Cuando uno tiene veinte años y tiene crisis como estas, la resolución es simple: bebes todo lo que puedas beber. Pero con casi treinta y cinco, uno no tiene la fuerza ni la impertinencia ni el atrevimiento de los veinte. Me he pasado los últimos quince años alimentándose de miles de libros y películas, buceando en escritores o directores en fuga o de moda. Solo para terminar con una gran desazón. Primero porque más tiempo que le dediques siempre existen miles de autores que quieres leer o películas que quieres ver que te son imposible de alcanzar. Es la tristeza de una cierta curiosidad intelectualoide. Además, ese consumo masivo de literatura, cine o música, degenera en un juego de espejos deformes. Irremediablemente, uno termina por reflejarse en su particular panteón de dioses, y asumir que nunca, nunca, va a poder hacer algo parecido a ellos. Todo esto se vuelve una carga que, a medida que conoces más, se convierte en un pesado lastre, ya que esa comparación continua con tu particular panteón de dioses, lleva a la paralización, a la desolación, a una tristeza profunda (al menos en mi caso). He terminado por convencerme que para lo único que sirven todas las lecturas y películas y canciones, es para llenarte de historias inútiles. La vía de escape en esta situación es volver a los veinte años y beber todo lo que puedas. Pero a estas alturas de la vida, el cuerpo te responde con resacas espantosas que duran tres días, llenas de temblor y ansiedad.
Yo andaba perdido en este remolino de conmiseración y desprecio de mi mismo, cuando empezaron a llegar estas cartas sin destinatario, que se fueron acumulando en el cajón de la cocina de mi casa.

miércoles, 4 de julio de 2007

Si me necesitas, llámame

Mientras caminaba de regreso del correo observé algo que entretuvo mis pasos. En una banca del parque había una pareja que estaba sentada, cogida de la mano. Me llamaron la atención porque él movía el pie izquierdo como si llevara el ritmo de una canción imaginaria, y ella movía su dedo índice derecho al compás de la misma canción. Con el pretexto de fumar un cigarro me quedé observándolos. Sus rostros eran pétreos, con la mirada congelada, como si se hubieran escapado de una película de Kaurismaki. Si no fuera por el leve movimiento del pie izquierdo de él y el dedo índice derecho de ella, podrían confundirse a lo lejos con unos maniquíes. Después de dar las últimas pitadas a mi cigarro, proseguí mi camino rumbo a casa recordando la siguiente historia que leí en las cartas del funámbulo.

En un relato de Raymond Carver, hay una pareja que decide hacer un viaje para ver si pueden arreglar su “situación”. Existe amor entre ellos, supongo que bastante grande, tienen un hijo, muchas discusiones, muchos lugares en común, algunas ilusiones concretadas y otras imagino rotas. Van a una playa o un pueblo costero, el lugar no lo recuerdo bien y creo que tampoco es importante para la historia, pero el mar estaba cerca. El compra provisiones, ella arregla la casa que han alquilado. Van a la playa, se bañan en el mar, regresan a casa, preparan algo de comer, intentan dormir un poco. El no puede hacerlo, así que se levanta y se pone a escribir. Al rato, ella se levanta y le dice que no tienen solución, que mañana recogerá sus cosas y se irá en autobús o en avión, no recuerdo bien, a la casa de su madre. No ha pasado nada dramático en el día, lo han pasado bien, se han tratado con cariño. El no intenta convencerla, acepta con cierta resignación sus palabras. Ella vuelve a dormir, creo que él se sirve algo de beber, un licor imagino. De madrugada, él se levanta y a través de la ventana de la cocina y entre la niebla exterior observa un caballo. La llama inmediatamente, ella baja. No es uno, son varios caballos que están ahí en el jardín, entre la bruma de madrugada. Deben estar perdidos, pero no se ven alborotados. Seguro se han escapado de algún rancho o establo. El va a llamar a la policía para avisar el hecho. Ella le dice que no, que aún no, que espere un rato, y se quedan contemplando la imagen de los caballos hacia el fin de la noche. Luego de un rato, llaman a la policía que se los lleva. Ella le dice que se siente bien, pone música, bailan un poco, hacen el amor. A la mañana siguiente él coge el coche y la lleva al aeropuerto…, o a la estación de bus…., no sé.